El astrólogo levantó una gran torre
en lo más alto del palacio real. En la parte más elevada de la torre construyó
una sala circular con ventanas que daban a todas las direcciones y delante de
cada una, colocó unas mesas sobre las que se hallaban formados, lo mismo que en
un tablero de ajedrez, pequeños ejércitos de caballería e infantería tallados
en madera. Colocó también una figura de bronce de un árabe a caballo que giraba
sobre un eje. La cara del jinete miraba hacia la ciudad, pero si se aproximaba
algún enemigo, la figura señalaba en la dirección por la que venía y preparaba
la lanza para atacar.
Así llegó el momento de que el astrólogo
le enseñase al rey Aben-Habuz
el objeto mágico que había construido. Se acercó el rey a lo que parecía un
tablero de ajedrez con figuras de madera y, con gran sorpresa, vio que todas
ellas estaban en movimiento: los caballos se espantaban, los guerreros movían
sus armas, y se oía el débil sonido de tambores y trompetas y el choque de armas
pero todo tan apenas perceptible como el zumbido de las abejas o el ruido de
los mosquitos al oído del que duerme en el verano tendido a la sombra de un árbol
en las horas de calor.
El rostro del pacífico Aben-Habuz palideció, y, tomando
la pequeña lanza con mano temblorosa, se acercó vacilando a la mesa, mostrando
con el temblor de su barba su estado de exaltación:
–“¡Hijo de Abu
Ajib!”–exclamó, “creo que va a haber sangre”.
Así diciendo, hirió con la lanza mágica
algunas de las diminutas figuras y tocó a otras, con lo cual unas cayeron como
muertas sobre la mesa, y las demás, volviéndose las unas contra las otras, entablaron
una confusa pelea, cuyo resultado fue igual por ambas partes.
Llegó entonces la noticia de que un
ejército cristiano se había internado por el corazón de la sierra casi hasta
Granada, y que había habido entre ellos un problema, luchando repentinamente los
unos contra los otros, hasta que, después de una gran carnicería, se retiraron
a sus fronteras.
Aben-Habuz enloqueció de alegría al ver la eficacia de su talismán.