“Hallábanse jugando al ajedrez en un salón del
Palacio del Escorial, el Rey Felipe II y su capellán Ruy López; el primero,
sentado en un amplio sillón, y el capellán arrodillado delante de él, sobre unos
cojinetes. Los cortesanos permanecían silenciosos en un extremo del salón.
Felipe II estaba inquieto y de vez en cuando volvía la cabeza para mirar hacia
la puerta de entrada. Abrióse ésta al fin y apareció el verdugo. -¿Y bien -le
preguntó el monarca-, está todo listo para la ejecución? -Señor, el reo se
resiste. -¿Cómo ese eso? -Porque si en calidad de noble desea que se le corte
la cabeza, como magnate pide ser bendecido por un obispo. -Concedido; hágase
como él desea, pero que todo esté terminado para las tres. -Señor, en la corte
no hay ningún obispo; ayer murió el de Zamora y anteayer se ausentó el de
Palencia. El rey quedó un momento pensativo y de pronto, dirigiéndose a Ruy
López le dijo: -Levántate, Obispo de Zamora, y vete a asistir al reo. Ruy
López, con todo el dolor de su corazón, se alzó y se dirigió a la cárcel para
reconciliar al sentenciado, que no era otro que su amigo íntimo, el Duque de
Medina Sidonia, ex-favorito de Felipe II.
Pronto estuvo hecha
la reconciliación, quedando confesor y reo en amigable conversación. Y como aun
faltaba mucho para hora de la ejecución, el duque, poniendo a prueba su temple
de caballero, propuso a Ruy López matar el tiempo jugando una partida de
ajedrez, proposición que fue aceptada, mandándose al momento por el juego.
Empezada la partida, los guardias, el alcalde y hasta el verdugo, se
interesaron por el desarrollo del juego, pues la fama de Ruy López había
trascendido a todas las esferas, y todos deseaban ver las hábiles jugadas del
Campeón del Mundo, así como las de su rival, considerado como uno de los
mejores ajedrecistas de la época. Se formó así lo que ahora se llama "la
barra", e interesándose en la partida, pues todos conocían más o menos el
juego, transcurrieron los contados minutos que de vida le quedaban al valeroso
Duque.
Al llegarla hora
fatal, la partida se hallaba en un momento culminante, y el Duque de Medina
Sidonia, abstraído en la magnética atracción de la lucha, deseaba terminar la
partida, pues había entrevisto una variante ganadora. El jefe de la guardia y
el ejecutor, entretanto, intentaron hacer cesar el juego a fin de emprender de
inmediato el camino hacia el lugar del suplicio; pero el Duque quería terminar
la partida, y como el verdugo insistiese en su empeño e intentase hacer uso de
la fuerza, el Duque arrebató el hacha de manos del ejecutor y con gran valor y
arrogancia exclamó: "Al que intente acercáseme le parto la cabeza".
No hubo, pues, más remedio que la lucha prosiguiese. La victoria correspondió
al Duque y una alegría incontenible lo substrajo por unos momentos a la dura
realidad. Ruy López sonreía dolorosamente y más de uno de los forzados
espectadores supuso que Ruy López había proporcionado generosamente ese
instante de regocijo a su noble adversario, conocedor de su vanidad de
ajedrecista, que moriría con la fama de una victoria sobre el Campeón del
Mundo.
Terminada la
partida, el Duque, con paso firme, erguido, se dirigió al lugar del suplicio,
no sin dirigir algunas bromas a Ruy López, como si con ellas deseara exteriorizar
su temple de valiente caballero. Creyendo Felipe II, al tocar las tres, que
todo estaba concluido, dijo al Conde... que había reemplazado al Duque de
Medina Sidonia en los favores del Rey: "dadme el decreto referente al
crimen y al castigo del ya difunto Duque". El Conde metió la mano en la
escarcela, pero con tan mala suerte que, equivocando la bolsa, sacó y entregó
al rey, en lugar del decreto real que éste le pedía, el plan de la conspiración
con la lista de los conjurados, en la que él figuraba en primer término,
apareciendo el Duque de Medina Sidonia como acusado falsamente por quien
pretendió suplantarlo en los favores del monarca e injustamente sindicado como
jefe de aquella conspiración.
El Rey, descubierta
la verdad, mandó al momento a arrestar al Conde, y aunque dudando de llegar a
tiempo, ordenó suspender la ejecución. Por fortuna, ésta se había retrasado por
las circunstancias antes mencionadas, y aquella orden alcanzó a la comitiva en
el camino al suplicio, resultando así que una partida de ajedrez salvó a un
inocente de una pena tan atroz como inmerecida."