Se cuenta que había una vez un rey
rico y poderoso, dotado de gran inteligencia, y aún mayor soberbia. Tal era su
orgullo, que nadie le parecía un rival digno para disfrutar de su afición
favorita, el ajedrez, e hizo correr la voz de que daría la décima parte de sus
riquezas a quien mostrara tener la dignidad suficiente. En cambio, si el rey no
lo consideraba digno, sería decapitado de inmediato.
Muchos arriesgaron sus vidas
desafiando al orgulloso rey. Fueran ricos o pobres, torpes o inteligentes, el
rey los encontraba siempre indignos, pues o no eran sabios jugadores, o no
podían rivalizar con su poder. Con el tiempo, desaparecieron los temerarios
rivales, y el rey comprobó satisfecho que no había en la tierra nadie digno de
enfrentarse a él.
Años después, un pobre mendigo se
acercó a palacio con la intención de jugar contra el rey. De nada sirvieron las
palabras de aquellos con quienes se cruzó, que trataban de evitarle una muerte
segura, y consiguió llegar al rey, quien al ver su harapiento aspecto no podía
creer que a aquel hombre se le hubiera pasado por la cabeza ser un digno rival
suyo.
- ¿Qué te hace pensar que eres digno de enfrentarte a mí, esclavo?-
dijo el rey irritado, haciendo llamar al verdugo.
- Que te perdono lo que vas a hacer. ¿Serías tú capaz de hacer eso?- respondió
tranquilo el mendigo.
El rey quedó paralizado. Nunca
hubiera esperado algo así, y cuanto más lo pensaba, más sentido tenían las palabras de aquel hombre. Si le condenaba a
muerte, el mendigo tendría razón, y resultaría más digno que él mismo por su
capacidad para perdonar; pero si no lo hacía, habría salido con vida, y todos
sabrían que era un digno adversario... Sin haber movido una ficha, se supo
perdedor de la partida.
- ¿Cómo es posible que me hayas derrotado sin jugar? Juegue o no
juegue contigo, todos verán mi indignidad.- dijo el rey abatido.
- Os equivocáis, señor. Todos conocen ya vuestra infamia, pues no son las
personas las indignas, sino sus obras. Durante años habéis demostrado con
vuestras acciones cuán infame e injusto llegasteis a ser tratando de juzgar la
dignidad de los hombres a vuestro antojo.
El rey comprendió su deshonra, y arrependido de sus crímenes y su soberbia, miró al mendigo
a los ojos. Vio tanta sabiduría y dignidad en ellos, que sin decir palabra le
entregó su corona, y cambiando sus vestidos, lo convirtió en rey. Envuelto en
los harapos de aquel hombre, y con los ojos llenos de lágrimas, su última orden
como rey fue ser encerrado para siempre en la mazmorra más profunda, como pago
por todas sus injusticias. Pero el nuevo rey mostró ser tan justo y tan sabio,
que sólo unos pocos años después liberó al anterior rey de su castigo, pues su
arrepentimiento sincero resultó el mejor acompañamiento para su gran
inteligencia, y de sus manos surgieron las mejores leyes para el sufrido reino.